
La mexicanidad: fiesta y rito, de Leonardo da Jandra (Fragmento)
I. Identidad, globalidad, sacralidad
Por la herida profunda y mal curada que ha abierto en el cuerpo hispánico la pregunta obsesiva por la identidad, supuran resentidos y quejumbrosos algunos de los más desesperados intentos de universalidad. Yo no sé si mi manera de vivir y pensar la Hispanidad –es decir, de sufrirla y gozarla inevitablemente– sea más mexicana que castellana o gallega; ni tampoco logro asimilar que deba seguir habiendo más universalidad en las urbes que en el campo, cuando las ciudades son cada vez menos diversas; de lo que sí estoy seguro, es de que en mí la intuición desborda siempre a la razón, y donde la razón celebra lo universal yo suelo ver particularidad orgullosa y ciega. Y no es por necia contrariedad, sino por natural antagonismo.
Para mí el pensamiento global que antepone lo económico y lo político a lo ético y lo espiritual es igual de intrascendente que la democracia televisiva, los mundiales de futbol o las bolsas de valores; y las mentalidades que asumen como un triunfo el ser globalizadas de esta manera me recuerdan en su optimista domesticidad el universalismo sin alma de las abejas y las hormigas, donde todo se hace por mandato irrevocable de una fuerza desconocida, instintiva e implacable.
Por eso es que a la hora de buscar autenticidades, mi predilección remonta la corriente y se regodea en hallazgos rotundos y anacrónicos como éste que estampó Gregorio Marañón al frente del Epistolario de Clarín: “Porque se da la paradoja, entonces y siempre, de que los hombres en verdad universales son los más radicalmente castizos; como los que presumen, por oficio, de ciudadanos del universo, son gente pueblerina”.
Las culturas, como los imperios, no reciben los golpes mortales desde afuera; su verdadero peligro está adentro, en las perversiones que amenazan a su autenticidad. Los nacionalismos fundamentalistas y los integrismos de todo signo sólo encuentran terreno propicio en la descomposición interna; son enfermedades sórdidas que parasitan el espíritu de los pueblos y que terminan pudriendo de raíz lo esencial de toda cultura: su sacralidad. El patriotismo exacerbado es mucho más que el último refugio de los sinvergüenzas; es impiedad y egolatría, intolerancia y amurallamiento, es la lucha por la identidad entendida al revés: yo sólo soy yo negando a los demás.
Pero aquí estamos lejos de la ritualidad degradada que pone a la plebe a los pies del tirano. La visión es otra: se trata de remontar la estrechez del concepto de patria hasta su existencia universal como cultura, conscientes de que la identidad plena, por su autenticidad, es el más sólido baluarte contra lo global.
Se ve ya sin necesidad de mayor énfasis, que la cultura y su núcleo sagrado es lo único que los pueblos pueden oponer fluidamente a la amenaza globalizadora. Y al decir “oponer fluidamente” no pienso en un toro embistiendo a la carrera, sino en una voluntad y en una razón que, al asumir su pequeñez y su diferencia, trascienden todo delirio de hegemonía. De nada nos sirve ya la razón patriarcal y autoritaria que condena todo lo que no sea explicable en la estrechez de sus límites. Y negarse a ver esta manía absolutizadora de la razón, su tendencia irremediable a señorear toda forma de vida, es también negarse a reconocer que las peores masacres y abominaciones han sido consecuencias de su tiranía.
Uno de los más grandes errores de la cultura occidental, ha sido incluir en el ámbito de la patología psiquiátrica todo lo que implica una ruptura con el ordenamiento racional. Sin embargo, más allá de la razón no sólo está la mentalidad escindida, sino también, y sobre todo, la más profunda sacralidad, la creación pura y el conocimiento sin palabras. Sin tomar muy en serio los límites que Kant le impuso a su pretensión omniabarcadora, la razón occidental decidió buscar apoyo en la soberbia de la ciencia y desde allí arremetió de frente contra todo lo que no reconocía su dominio. Por eso tenemos que enfatizarlo: con el criterio profano de la racionalidad tecnocrática –como sucedió con la Ilustración y la dialéctica hegeliano marxista– todo enfoque que tenga que ver con lo sagrado, lo mítico o la imaginación creadora es considerado culpable del delito infame de irracionalismo.
Como genuino producto humano, la razón es esencialmente contradictoria. Por un lado –al asumirse como lo más divino de lo animal–, rechaza la inseguridad de toda ruptura y acepta, de mano con el conservadurismo religioso, compartir y asegurar el ordenamiento cósmico. Por el otro, al poner al descubierto la naturaleza perversa de todo exceso de poder, se convierte en la llama que prende el deseo de rebeldía y desencadena el desorden revolucionario. Esta dualidad marca como un estigma todo cuanto es humano, y lejos de admitir respuestas definitivas o superaciones absolutas requiere una actitud comprensiva que le dé a la rígida apariencia de los contrarios la fluidez potenciadora de los complementarios. Sólo así se puede entender que lo identitario y lo global, lo profano y lo sagrado, lo apolíneo y lo dionisiaco sean las dos caras insustituibles y definidoras del mismo todo.
En la fluidez de las confrontaciones, se podrá enfatizar un aspecto sobre otro, que lo que en un momento histórico es determinante en otro sea determinado, y viceversa; pero jamás ninguna determinación podrá absorber o anular definitivamente a su complementaria sin que ello implique al mismo tiempo la transformación caótica del todo.
El existir de los complementarios, la dinámica interna que les da vida, debe superar la negatividad inicial del desacuerdo para acceder a un estado de alternancias que garantice la continuidad de la relación. En rigor, los complementarios se necesitan aunque aparenten negarse; y en la totalidad que conforman, ninguna de las partes puede evitar la dependencia y la mutua contaminación. Contraponer, por tanto, y de manera irreconciliable, el mundo cotidiano al mundo festivo, sería convocar inapelablemente a una ruptura radical del orden social.